lunes, 16 de julio de 2012

Somewhere with you.

# Cuando las expectativas fallan, cuando algo no sale bien, cuando las esperanzas se descosen y dejan al descubierto ese dolor escondido que creías inexistente... Es cuando te das cuenta, de que las cosas no van a cambiar, es cuando no te queda otra opción que aceptar la realidad, la cruda y dura realidad...

Fueron doce largos días sin verle, doce duros días, en los que en cada momento, me faltaba algo, esa magia que sólo él podía darle a cada cosa. Fueron nueve horas de viaje interminables, nueve horas que no pasaban, nueve horas que se hicieron eternas... Llegué a casa con el único pensamiento de verle, de estar con él, de que me viese y no dejase de saltar de alegría, de ese reencuentro esperado... Las horas pasaron rápidas, fugaces, llegaba el momento, el momento de tocar su suave piel, de que me comiese a besos, pero mientras terminaba de comer, me dijeron que le había ocurrido algo, nada grave, pero algo. Me fui a lo peor, a su inexistencia, pero no, fue sólo un desliz, un desliz del momento, pero solucionable. Llegué allí, abría la cancela, y divisé su  pequeña figura a lo lejos, sus patas blancas, como calcetines y esa colita siempre en movimiento. Me acerqué, lo llamé y cuando estaba a escasos centímetros de mí, lo comprendí, un mordisco más, ya era la tercera vez, pero era algo superficial. Le miré y una inmensa felicidad recorrió mi cuerpo, por fin juntos. Le adoraba en todos los sentidos, adoraba cada uno de sus movimientos, o de sus gestos, hacía que todo tuviese otro sentido, otro sentido que la vida se empeñaba en esconder continuamente. La tarda pasaba rápido, y conforme avanzaban los minutos, todo parecía cambiar. Había algo raro en él, algo que no conseguía entender. Fui al Carrefour, y le compré todo tipo de galletas, de esas que al comerlas se relamía, de esas que tanto le gustaban y fui al campo a bañarle. Quise resfrescarle, porque estaba algo conmocionado por el golpe, quise que fuese el mismo de siempre. Le bañamos, y le curamos las heridas, todo parecía normal, pero algo fallaba, algo había que no terminaba de encajar aquella tarde. Le ofrecí sus galletas, y no las quería, le ofrecí agua, y tampoco quería beber, su comportamiento iba descendiendo y su luz, esa que cautivaba a cualquiera, parecía apagarse por momentos. Le peinamos al sol, con los últimos rayos de aquella tarde del 11 de Julio y se tumbó con nosotros. Fui a la cocina a por agua, para ofrecerle y cuando llegué a donde estaba, se encontraba tumbado con la cabeza sobre las piernas de Alex, me senté a su lado y con timidez, le besé la frente. Le ofrecí agua de nuevo pero esta vez, en mi mano, y con sutileza, me miró, y bebió con desgana. Alex hizo lo mismo y él volvió a beber. Al cabo de unos minutos, comenzó a beber más rápidamente del recipiente del agua y mientras todas aquellas personas hablaban de cosas en las que no me reparé a pensar, volví a mirarle y me estaba mirando, pero hubo algo que me desconcertó: sangraba ligeramente por la nariz. Era algo pasajero, algo sin importancia para los demás, pero su mirada, decía totalmente lo contrario. Comenzó a dormirse, cosa muy rara en él y eso despertó todas mis alarmas. Me vestí, y le dije a Álex que lo llevásemos al veterinario. Camino del veterinario, en el coche, posó su cabeza entre mis piernas, como aquella infinidad de veces que lo hizo días antes de mi partida y comenzó a cerrar los ojos poco a poco, le acariciaba la frente para decirle que todo estaba bien. Llegados a la clínica sólo tuvimos que esperar diez minutos.Eran las ocho y cuarto de la tarde. Alex prefirió quedarse fuera, por lo que, yo entré con él. Nos atendió Yoana la veterinaria. Lo subí a aquella camilla que a él tan poco le gustaba. Le miró las heridas y le observó la nariz. Me dijo que no era nada, que la zona dañada no parecía tener nada grave. En ese momento entró Javi, el otro veterinario, le miró las heridas y me dijo que iba a darle un punto para asegurarse de que se cerraban bien. Yoana me dio unas pastillas para la pequeña hemorragia de la nariz y me dijo que el día 14, sábado, lo llevase por la mañana para ver como seguía. Bien, pensé, sólo ha sido un susto. Pagué la consulta y él mismo bajó de la camilla, me dispuse a abrir la puerta para irme, y en ese momento, justo en ese mismo instante, estornudó, pero no como otras veces, esta vez sangraba abundantemente. Comenzó a estornudar más seguidamente y de repente ante mis ojos vomitó. Fue cuando comprendí, que aquel iba a ser el principio de una larga tarde. En ese momento, toda su vida, todos esos ocho meses conmigo, pasaron fugaces, como cuando dicen, que en tu último momento vez toda tu vida a una velocidad de vértigo. Lo subí a la camilla y fue la primera vez que me miró fijamente a los ojos. Me quedó petrificada, fue la primera vez en ocho meses, que al mirarme sentí miedo, un miedo de esos que te calan hasta los huesos, de esos que te cortan la respiración, de esos que te vacían por dentro, hasta no dejar nada. Le cogieron una vía y le pusieron anticoagulante. No dejaba de sangrar y los minutos cada vez pasaban más lentos. Los veterinarios me dijeron que no me asustase, que iba a estar bien, que las hemorragias eran muy escandalosas, pero que luego no eran nada. Le pusieron adrenalina en la nariz, para que no se durmiese, pero él no dejaba de sangrar. Todo estaba teñido de rojo, de ese rojo miedo que hace que todo deje de funcionar. Me miraba como pidiéndome ayuda y yo no sabía que hacer, me apetecía gritar, volver a los días de Abril, dónde todo era fácil, me apetecía estar en ese momento dando un paseo con él y que pasase entre mis piernas inesperadamente para así hacerme sonreír. Pero la realidad era muy distinta. Completamente errónea. Todo el mundo desapareció de aquella sala, para que el se tranquilizase y en ese pequeño instante, posó su cabeza sobre mi hombro y quise morir, como desaparecer. Justo ahí, supe perfectamente lo que ocurría, se estaba desangrando. No dejaban de ponerle anticoagulante, pero él seguía mal. Les pregunté infinidad de veces si se pondría bien y me contestaban con un sí mientras que sus ojos reflejaban tanto miedo como los míos. Los minutos seguían pasando y la hemorragia no cesaba. El veterinario entró de nuevo en aquella habitación y volvió a repasar paso por paso.
Le abrió la boca y las encías aún tenía buen aspecto, para la gran cantidad de sangre que estaba perdiendo.
No sabíamos de dónde provenía la hemorragia y me dijo que no sabía si dormirle, porque si tenía dañado el cráneo, en muchas ocasiones similares a la suya, no despertaban. Comencé a llorar desconsoladamente, me sentía más sola que nunca y una de las razones que me hacían ser, se estaba desangrando frente a mis ojos, y yo sin poder hacer nada. Me dijo que se iría quince minutos para que se tranquilizase y así no sangrase tanto. Otra vez a solas. Tenía pánico, un terrible pánico de que volviese a mirarme. Se tumbó completamente sin dejar de sangrar y yo seguía sin saber que hacer. Estaba completamente empapada, miraba mis manos y todo me parecía irreal, no lograba comprender cómo había llegado hasta aquel lugar, hasta aquella situación tan, tan inexplicable. Alex seguía fuera, ignorando todo aquello que yo estaba viviendo dentro. Me apetecía salir corriendo de allí, me apetecía irme lejos y que nada de aquello fuera real, pero conforme pasaban los minutos, todo se iba viendo más y más claro. Volvieron los veterinarios y las enfermeras y volvieron a abrirle la boca, intentaron fijarse en cada detalle y descubrieron que en el paladar, al lado del último molar, tenía un agujero de centímetro y medio, por dónde mi pequeño llevaba perdiendo sangre cinco horas. Me enseñaron dónde estaba el problema y me culpé mil y una vez por no haberme dado cuenta antes. Maldita sea. Me dijeron que lo meterían en quirófano para pararle la hemorragia y ver los daños. Le agarraron el cuerpo y yo me encargué de mantener su cabeza erguida para que no se atragantase con la sangre. Lo posamos sobre la sala de operaciones y él mismo se tumbó. Se enroscó sobre sí mismo y me miró, yo intenté hacer todo lo posible para que no bajase la cabeza, pero forcejeó y la posó sobre mi vientre, como cuando era pequeño y ser dormía. Le pusieron la anestesia y se quedó dormido. Yo salí de la sala, esperando una salvación, algo que le hiciese salir de esta. solo tenía ocho meses. Le expliqué todo a Álex y nos sentamos a esperar. Al cabo de media hora el veterinario me dijo que la mordedura le había perforado una arteria y que llevaba muchas horas perdiendo sangre, que podía tener el cráneo roto, que el bazo estaba comenzando a fallarle y que a causa de estar tanto tiempo perdiendo sangre, podía tener mas hemorragias internas. Nos dijeron que teníamos que elegir, entre una vida infeliz o la muerte. Fue la decisión más difícil de mi vida, fue algo que nunca pensé que tendría que plantearme. Alex salió fuera, conmovido por la situación, y yo, en la sala de visitas, con sus latidos de fondo, firme el consentimiento de anestesia. a las diez y media del día once de julio, mi perro, Rocco, falleció a los ocho meses por la mordedura de otro perro. Me lo dieron en una caja envuelto en un plástico negro. Lo metimos en el coche, fui a casa, cogí las llaves del campo y me dirigí a el. El camino fue catastrófico. Alex y yo llorábamos desconsolados, sin creernos lo que acaba de pasar. Veníamos de vacaciones hacía unas horas, nosotros sólo queríamos a nuestro pequeño. Llegamos al campo y cogimos un pico y una pala. Serían alrededor de las once de la noche. con las luces del coche para ver, Alex picaba y yo sacaba fuera la tierra. Medimos un par de veces la profundidad del agujero y nos dirigimos al coche a por Rocco. Cogimos aquella caja dónde se encontraba una gran porción de felicidad que nos había hecho ser mejores personas en aquellos ocho meses. Lo sacamos de la bolsa con mucho cuidado y lo posamos en el suelo. Aún permanecía caliente. Alex le besó la frente y yo le dí los nueve besos que le daba cada día, con la diferencia de que esta vez serían los últimos. A las doce menos cuarto de aquel día once, lo enterramos y nos fuimos.  Sólo han pasado cinco días y desde entonces no dejo de verle en todas partes.
Era lo mejor que pudo pasarle a mi vida. Pero que duró muy poco. Aún no me acostumbro a no nombrarle o a recordar que ya no está. Todo me resulta complicado, si no está él para hacerlo más fácil. Puede que no entendáis mi dolor, pues muchos pensaréis que tan solo es un animal. Pero hay veces que los animales, pueden entenderte muy bien, no hace falta que hablen, con mirarte ya saben lo que te ocurre. Rocco tenía la capacidad de hacerle sonreír a todo el mundo. Ahora es algo, que tengo que conseguir sin su ayuda.
Le echo de menos, mucho de menos.


Estés dónde estés, me haces ser mejor persona mi pequeño.



Fuiste y serás lo más importante de mi vida. Te quiero y nunca dejaré de hacerlo.

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